KimberlyBaker

25 de marzo de 2016

La vida a menudo se mueve a un ritmo vertiginoso. La tecnología siempre está al alcance de la mano ayudándonos a lograr más y hacer más, de manera más rápida. Cuando este ajetreado estilo de vida nos abruma, corremos el riesgo de perder nuestro toque humano con los demás. En contraste, el Papa Francisco a menudo habla de crear una "cultura del encuentro", que no solo transforme la manera en que vivimos en el mundo, sino que afirme y facilite la belleza de la cultura de la vida:

Ser llamados por Jesús, llamados para evangelizar y, tercero, llamados a promover la cultura del encuentro. En muchos ambientes... se ha abierto paso una cultura de la exclusión, una "cultura del descarte". No hay lugar para el anciano ni para el hijo no deseado; no hay tiempo para detenerse con aquel pobre en la calle. A veces parece que, para algunos, las relaciones humanas estén reguladas por dos "dogmas": eficiencia y pragmatismo… Tengan el valor de ir contracorriente de esa cultura. (Homilía para la Jornada Mundial de la Juventud, 27 de julio de 2013)

En nuestro trabajo y en nuestra vida personal, podemos promover la cultura del encuentro. En vez de reducir nuestras interacciones a necesidades apresuradas, ¿cómo podemos llevar vida a nuestro rincón del mundo estando plenamente presentes para los demás? Al hacerlo descubrimos los dones de los demás y lo mejor de ellos, acercándolos al amor de Dios mediante dichas experiencias.

La cultura del encuentro edifica la cultura de la vida porque reconoce la dignidad de cada persona. A diferencia de los "dogmas" de la eficiencia o del pragmatismo, que no tienen en cuenta a los débiles, lentos o necesitados, los encuentros auténticos tienen dos efectos positivos: descubrimos más profundamente el incalculable valor de los demás y fortalecemos nuestra propia habilidad para amar.

Cada vida que Cristo transformó se basó en un encuentro auténtico. Dedicó tiempo a hablar con los que se le acercaban y curar a muchos. En vez de ser frío o distante, Jesús les permitió a los pobres, los enfermos, los marginados y los niños acercarse a él, así como al "joven rico", a Zaqueo y al centurión romano. No permitió que la vanidad ni la ambición cambiaran su comportamiento en base a quién lo observaba. Jamás clasificó a la gente con las categorías de "importante" o "no importante". Se hizo "todo para todos", no por un deseo frenético de popularidad o atención sino porque estaba centrado en su misión de que cada persona comprendiera el amor de su misericordioso Padre celestial. Ninguna persona, ya sea rica o pobre, sana o enferma, queda fuera de merecer este encuentro, porque Dios nunca dejará de llamarnos a su lado.

Dondequiera que estemos, corramos el riesgo de dedicar tiempo y esfuerzo a ver genuinamente a la gente y fortalecer la cultura del encuentro. Al hacerlo cultivaremos el respeto por la vida, por la vida de cada persona en cada estadio y en cada circunstancia. Dediquemos tiempo a resaltar la dignidad y bondad de quienes nos rodean, quizás especialmente cuando ellos mismos no pueden verlas. Rechacemos lo que el Papa Francisco llama la "cultura de la exclusión" y la cultura del descarte, las cuales deshumanizan y crean estándares falsos de éxito. A fin de cuentas, nuestra grandeza se medirá en base a cuánto hemos amado y no a cuánto hemos logrado.


Kimberly Baker es coordinadora de programas y proyectos para el Secretariado de Actividades Pro-Vida de la Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos. Para más información sobre las actividades pro vida de los obispos, visite www.usccb.org/prolife.