Mary E. McClusky

                   

20 de febrero de 2009

La historia de Nadya Suleman y de su reciente parto de octillizos ha desatado una tempestad de opiniones acerca de la maternidad responsable y de las complicaciones de la fecundación en vitro (FIV). Suleman ya tenía seis niños pequeños en casa cuando pidió el implante de seis embriones más en una clínica de fertilidad. El resultado: ocho bebés (dos pares de mellizos) y una oleada de entrevistas de los medios de comunicación cuestionando sus decisiones. Algunos la critican por acceder a su deseo de tener más niños a pesar de ser soltera, discapacitada y vivir con su madre. Otros critican al doctor por permitir el implante de tantos embriones. Nadie tiene la perspectiva correcta. En nuestra condición de católicos, ¿cómo afirmamos y apoyamos el deseo de tener hijos, pero descartamos también los males inherentes en algunas tecnologías reproductivas asistidas?

Nos ayudará a entender mejor si consideramos que estas situaciones son un resultado directo de nuestra visión creciente de la vida humana como un producto básico, en vez de un regalo. ¿Actuó acaso Nadya Suleman verdaderamente por desinterés para sus hijos, o al contrario, estaba tan cegada por el deseo de tener una familia numerosa sin considerar que sus futuros hijos merecían dos padres y un embarazo natural más seguro? La industria moderna de la fertilidad perpetúa la idea de que los hijos son un derecho, en lugar de un regalo, y garantizan “tasas de éxito” para parejas infértiles de casados. Muchos hoy en día quieren hijos según sus términos, sin Dios ni según la ley natural del proceso.

Los tribunales son progresivamente intolerantes de doctores que se niegan a realizar estos procedimientos. La Corte Suprema estatal de California rindió un veredicto el año pasado en Benitez V. North Coast Women's Care Medical Group que el derecho de un médico a negarse a realizar inseminación artificial para dos lesbianas puede ser derrotado utilizando una ley de antidiscriminación.

Los críticos sostienen la opinión que la Iglesia le dice que no a la ciencia moderna y rechaza las oportunidades presentadas por la tecnología nueva. Al contrario, la Iglesia da la bienvenida al potencial y poder increíble de la medicina para ayudar, pero no reemplazar, el acto natural humano de la procreación. Para distinguir entre los dos, hay una necesidad continua de normas éticas firmes.

En diciembre de 2008 el Vaticano emitió su instrucción formal, Dignitas personae: sobre algunas cuestiones de bioética, como un seguimiento a la de hace veinte años Donum Vitae. El documento enseña que podemos decir que sí a las intervenciones médicas del presente y a las futuras que ayuden con la función natural de la procreación humana dada por Dios y también respeten la unión íntima entre la pareja de casados. Los desarrollos científicos “son ciertamente positivos, y merecen apoyo, cuando sirven para superar o corregir patologías y ayudan a restablecer el desarrollo normal de los procesos generativos”. Las parejas casadas deben ser apoyadas en su deseo de tener hijos, pero también necesitan ser recordadas con caridad que aun el embrión más diminuto tiene la misma dignidad humana. Él o ella merece entrar en este mundo por un acto sexual de amor total y comprometido entre un padre y una madre casados. La fecundación en vitro no llena ese requisito.

Frente a los peligros crecientes a la vida humana provocados por la industria de la fertilidad, deberíamos propagar el “sí” a la vida y el amor auténtico que ofrece la Iglesia. Al promover medios morales que soportan la integridad corporal y espiritual de toda persona, somos testigos de la verdad que aún la más pequeña vida humana tiene dignidad y está hecha a Su imagen.



Mary McClusky es Coordinadora Especial de Proyectos en la Secretaría para Actividades Pro Vida, U.S. Conference of Catholic Bishops.  Para aprender más acerca de las actividades pro vida de los obispos, visite www.usccb.org/prolife .

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