Chelsy Gomez

4 de mayo de 2018

Hace unas semanas los ojos del mundo pusieron su atención en Liverpool, Inglaterra mientras la vida de Alfie Evans de 23 meses pendía de un hilo.

A pesar de contar con el apoyo de todas partes del mundo, incluido el Papa Francisco y los gobiernos de Italia y de Polonia, se le quitó el respirador a Alfie en contra del deseo de sus padres el 23 de abril. Alfie sufría una condición neurológica no diagnosticada y no se esperaba que sobreviviera durante mucho tiempo después de que le quitaran el respirador. Sin embargo, Alfie sorprendió a los médicos porque respiró por su cuenta durante minutos, luego horas, y luego días, hasta que finalmente falleció el 28 de abril.

San Juan Pablo II advirtió que: "Quien, con su enfermedad, con su minusvalidez o, más simplemente, con su misma presencia pone en discusión el bienestar y el estilo de vida de los más aventajados, tiende a ser visto como un enemigo del que hay que defenderse o a quien eliminar. Se desencadena así una especie de 'conjura contra la vida'" (Evangelium vitae 12).

Esta "conjura contra la vida" tiene una larga data que está muy arraigada y, con el correr de los siglos, ha salido a la luz de muchas maneras. Se desencadena cuando una sociedad iguala la dignidad humana con la capacidad humana, cuando ya no nos enfocamos en el peso que carga una persona, sino que preferimos ver a la persona como una carga.

La forzada remoción del respirador de Alfie tuvo lugar el mismo día que la familia real y el pueblo británico justamente acogía y celebraba el nacimiento de un nuevo principito.

La yuxtaposición de estos dos hechos es sorprendente. Solo unas horas separaron el anuncio feliz de un parto seguro del saludable bebé real de las noticias trágicas de que el gobierno obligó a quitarle al pequeño Alfie Evans el soporte de vida.

La dolorosa ironía es que durante los días siguientes, mientras el mundo esperaba entusiasmado el nombre de este bebé real, perdió de vista el hecho de que cada niño merece ser celebrado, valorado y acogido, independientemente de su clase, condición o estado de salud.

La historia de Alfie Evans constituye el ejemplo más reciente de una creciente hostilidad hacia las personas cuya vida, por un motivo u otro, se considera "menor", "vana" o "que no merece vivir".

Considera los impactantes índices de aborto de niños por nacer diagnosticados con síndrome de Down (casi el 100 por ciento en Irlanda) o pacientes que, al ser diagnosticados con enfermedades graves, se les ofrece cobertura para suicidio asistido, pero no para tratamiento. Con mucha frecuencia, los esfuerzos por ponerle fin a la vida están encubiertos con una falsa compasión. Estas vidas se consideran como cargas para los que están a su alrededor y no están reconocidas como el don irrepetible que son para el mundo. El deseo simulado de ponerle fin al sufrimiento de una persona en cambio pone fin a la vida de una persona.

La vida humana, creada a imagen y semejanza de Dios, es siempre un bien, sagrado en todas las etapas y circunstancias, y merece el respeto y la protección de todos los que podrían amenazarla.

A menudo se dice que podemos medir una sociedad por la manera en que trata a los miembros más débiles y más vulnerables. Nunca debemos dejar de dar testimonio de la dignidad de la vida humana, en especial de los más vulnerables entre nosotros. Que la memoria de Alfie nos apoye en nuestros esfuerzos para ponerle fin a esta "conjura contra la vida".

Chelsy Gomez es Asociada de programas para el Secretariado de Actividades Pro-Vida de la Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos. Para más información acerca de las actividades pro vida de los obispos, vea: www.usccb.org/prolife.