Kimberly Baker

10 de junio de 2016

Había unavez una niña de cuatro años que tenía ciertos retrasos en el desarrollo del habla. Su médico y sus padres estuvieron de acuerdo en que debía trabajar con una fonoaudióloga para corregir esta dificultad. Hubo momentos durante las sesiones en que le resultaba frustrante no poder modular y mover los labios y la lengua de la manera correcta para hacer sonidos que les resultaban sumamente fáciles a todas las demás personas. También hubo momentos aislados de alegría cuando, de repente, podía hablar claramente y pronunciar una palabra exactamente como quería. Después de varios años, las dificultades en el habla se corrigieron, las sesiones llegaron a su fin, y la niña siguió con su vida.

Esa niña era yo. Cuando recuerdo esos años, pienso en la fonoaudióloga como una mujer que me animó incansablemente a que intentara una y otra vez superar mis dificultades. Ya no recuerdo su nombre, pero es una de esas maestras especiales que siempre recordaré de mi infancia. Me pregunto cuántos otros niños se beneficiaron con su tierna insistencia y su guía.

Hoy, me resulta fácil dar por sentado lo que puedo hacer con el increíble poder del habla. Vivimos en un mundo que se deleita con las respuestas rápidas y astutas, con los juegos de palabras en los discursos políticos, programas de entretenimiento y, por supuesto, en las conversaciones cotidianas. Resulta fácil olvidar el poder de las palabras para derribar o afirmar a los demás, y resulta incluso más fácil dar por sentado la habilidad del habla.

Una cultura que respeta la vida busca acompañar a los demás en diversas circunstancias, recordándoles su valor y dignidad, de los cuales no pueden ser despojados. Cuando encontramos fragilidad y debilidad, en especial en quienes están luchando o sufriendo de alguna manera, tenemos la capacidad de guiar a esas personas hacia la luz del amor de Dios con nuestra atención y dándoles ánimo con ternura, especialmente mediante nuestras palabras.

Es en circunstancias concretas que podemos ser un rayo de luz para el prójimo, reflejando su dignidad mediante las palabras que elegimos. La persona puede estar enfrentando una enfermedad terminal, preguntándose si la vida merece ser vivida; viviendo con una discapacidad y cuestionando su valor o luchando contra la depresión, sin sentir esperanza para seguir adelante. Dios tiene un propósito para cada vida que crea y es sorprendente saber que cada uno de nosotros ha sido amado por toda la eternidad.

Todos hemos sido creados con una inmensa capacidad para amar. Estemos atentos a las oportunidades diarias para hablarles a los demás sobre su valor sagrado a ojos de Dios. ¿Cuánto estamos dispuestos a guiar gentilmente a los demás, desde lugares oscuros a veces, hacia la luz del amor de Dios? Sin importar lo breve que sea el encuentro, nunca sabemos lo mucho que nuestras palabras de ánimo y amor pueden impactar positivamente la vida de alguien.


Kimberly Baker es coordinadora de programas y proyectos para el Secretariado de Actividades Pro-Vida de la Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos. Para más información sobre las actividades pro vida de los obispos, visite www.usccb.org/prolife.