Reflexion Teologica - Fr Robert Hater

Catechetical Sunday 2016 Poster in Spanish

Abrazar nuestro llamado universal a la santidad

por Rev. Robert J. Hater, PhD

Todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados
a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, y esta santidad
suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena.
(Lumen Gentium, no. 40)

Introducción

La muerte de Jesús en la Cruz se produjo por el amor ilimitado de Dios. Vemos la extensión de este amor cuando Jesús sufrió y murió. Los soldados se burlaron de él, las muchedumbres lo abuchearon, y María, su madre, se encogió de dolor. En el día de su Resurrección, sus confusos y aterrorizados discípulos comenzaron a ver que algo nuevo estaba sucediendo. Entonces, el Espíritu Santo descendió sobre ellos en Pentecostés y se convirtieron en la santa Iglesia de Dios: su cuerpo místico en la tierra. Ya no estaban aterrorizados, pues el Señor resucitado permaneció con ellos.

A partir de entonces, hablar a Dios "cara a cara" ya no estuvo reservado a los hombres santos, como Moisés y los profetas. El don de la santa intimidad con Dios se da a aquellos que profesan su fe en Jesús como Señor, son bautizados y viven como él les enseñó (Catecismo de la Iglesia Católica [CIC], no. 2777). Toda persona bautizada recibe un llamado universal a la santidad. Todos estamos llamados a ser santos.

El hermoso friso de la Basílica de la Inmaculada Concepción en Washington, DC, representa este llamado universal a la santidad con su descripción de personas de diferentes tiempos y lugares: jóvenes y viejos, ricos y pobres, hombres y mujeres, conocidos y desconocidos. Ellos están con Jesús, María y los santos. Este santo contingente de la Comunión de los Santos invita a cada espectador a examinar su llamado personal a la santidad.

Nos ocuparemos del llamado universal a la santidad en tres partes. La Primera Parte utiliza una historia sencilla para introducir el llamado universal a la santidad. Esta historia es similar a las experiencias humanas que a menudo pasan a nuestro lado sin que pensemos mucho en ellas. Al mirar más profundo, sin embargo, descubrimos la invitación de Dios a la santidad en lo ordinario de la vida. La Segunda Parte relaciona nuestro llamado a la santidad con la santidad de Dios, Jesús y la Iglesia. La santidad es siempre una respuesta al don de la gracia de Dios. Dios extiende esta invitación y nosotros respondemos. Al decir "sí", aprendemos cómo la oración nos lleva a Dios y acrecienta nuestra santidad personal. La Tercera Parte nos invita a abrazar nuestro llamado personal a la santidad a través de la oración, el culto y las acciones de nuestra vida.

PRIMERA PARTE – EL VESTIDO DE GRADUACIÓN Y LA ANTIGUA TIENDA: TESTIMONIO DE SANTIDAD

La oscura sala de una casa de retiro reveló la figura solitaria de una anciana que caminaba hacia nosotros. Cuando pasaba, la persona que me había invitado a cenar allí dijo, "Emma, él es el padre Hater". La anciana sonrió y su entusiasmo creció al responder: "Yo solía ir a comprar a Hater's Dry Goods Store en el West End de Cincinnati, pero eso fue hace más de setenta años". Yo respondí: "Era la tienda de mi familia. Trabajé allí hasta que fui ordenado en 1959. Poco tiempo después cerró, cuando la Interestatal 75 tomó la propiedad para construir una rampa". Después de algunas palabras más, Emma se marchó y nosotros fuimos al comedor a cenar.

Cuando casi habíamos terminado, Emma se acercó lentamente hacia nuestra mesa. Dijo, "¿Tiene un minuto? Me gustaría contarle una historia de Hater's Dry Goods Store". Interesado, pues rara vez me encuentro con alguien que recuerde nuestra antigua tienda, le respondí: "Claro". Emma comenzó, "Cuando era niña, nuestra familia vivía en Poplar Street cerca de su tienda. Íbamos a la Iglesia de San Eduardo. Éramos doce niños en nuestra familia y la pasábamos difícil para sobrevivir, especialmente durante la Gran Depresión".

"Un año, mi hermana Alice iba a graduarse del octavo grado. Cuando llegó el día, no teníamos dinero suficiente para comprarle un vestido de graduación. Se lo contamos a la señora Frank, una vecina y costurera. Ella dijo: 'Todas las niñas deben tener un vestido nuevo para la graduación. ¿Cuánto dinero tienen?' Teníamos un dólar. 'Está bien', dijo la señora Frank; 'vamos a ir a la Dry Goods Store, y ver si el señor Hater nos vende tela suficiente y un patrón para hacer a Alice un vestido por un dólar'". Emma continuó: "Al poco rato, volvimos, alborozados por la bondad y generosidad del señor Hater. Nos dio lo que necesitábamos por nuestro único dólar. Esa tarde, la señora Frank hizo el vestido, y Alice estaba muy orgullosa, porque se graduó con su vestido nuevo".

Responder a nuestro llamado universal a la santidad no es complicado. Cuando Emma contaba la historia, yo me imaginaba lo que había sucedido, porque conocí el barrio y las personas que vivían allí: familias católicas, como la de Emma, Alice y la señora Frank. Eran personas sencillas, llenas de fe. Oraban con sus hijos, iban a confesarse con regularidad, nunca se perdían la Misa del domingo, y eran feligreses activos. Enseñaban a sus hijos a distinguir el bien del mal y ponían énfasis en ser amables unos con otros. Eran personas santas.

En cuanto a nuestra antigua tienda, yo sabía lo que pasaba si alguien estaba corto de dinero. Mi papá siempre daba a los clientes necesitados un descuento en el precio de la mercancía, o les daba lo que necesitaban por el dinero que tenían. Papá solía sentarse durante horas escuchando a los clientes con problemas. Él me enseñó a tratar a todos los que entraban a la tienda como un "invitado, no un cliente". Durante Navidad y Semana Santa, dejaba la tienda para ir a los servicios de la iglesia o confesarse en la Parroquia de San Agustín. Este clima en la tienda avivó y profundizó mi fe, tal como lo hizo el clima familiar en la vida de Emma, Alice y la señora Frank.

Familiares y clientes por igual aprendían instintivamente en un ambiente católico el sentido de su llamado universal a la santidad por experiencias como hacer un vestido para la graduación de una niña, o hacer posible comprar materiales por casi nada en una antigua tienda. Antes del Concilio Vaticano II, los católicos comunes nunca utilizaba un lenguaje teológico sofisticado como "el llamado universal a la santidad" para describir los actos de bondad y amor. No obstante, vivían su llamado a la santidad en las experiencias de la vida ordinaria. Respondían a las gracias que Dios les daba para ser familias, trabajadores y tenderos felices y llenos de fe.

Los tiempos y las circunstancias han cambiado, pero el llamado de Dios a la santidad sigue siendo el mismo para un padre atareado con dos empleos, un técnico en computación, un estudiante, una enfermera, una maestra, un ministro parroquial o un agente de ventas jubilado. ¿Qué más podemos decir, entonces, acerca de este maravilloso don de Dios?

SEGUNDA PARTE – PERSPECTIVAS TEOLÓGICAS: EL LLAMADO A LA SANTIDAD

El llamado a la santidad tiene sus raíces en la Escritura. Se refleja en las enseñanzas de san Agustín, san Francisco de Sales (Introducción a la vida devota) y otros grandes santos y sabios de todas las épocas. San Juan Pablo II habla de ello en Christifideles Laici, al igual que el Catecismo de la Iglesia Católica.

La apreciación de la santidad comienza cuando comprendemos el misterio de Dios, revelado por primera vez en el Antiguo Testamento. Comencemos con la perspectiva bíblica.

El Dios Todo Santo

Cada estado de vida lleva a la santidad… No es una prerrogativa sólo de algunos: la santidad es un don ofrecido a todos, ninguno excluido, por lo cual constituye el carácter distintivo de todo cristiano… Estamos llamados a ser santos. Cada uno en las condiciones y en el estado de vida en el que se encuentra… Estamos llamados a ser santos precisamente viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio cristiano en las ocupaciones de cada día. (Papa Francisco, Audiencia general, 19 de noviembre de 2014)

Nuestro llamado universal a la santidad tiene sus raíces en el Dios todo santo. En Isaías, los serafines gritaban, "Santo, santo, santo es el Señor, Dios de los ejércitos; su gloria llena toda la tierra" (Is 6:1, 3). Juan habla de los ángeles, que repiten día y noche: "Santo, santo, santo es el Señor, Dios todopoderoso, el que era, el que es y el que ha de venir" (Ap 4:1, 8). El Catecismo de la Iglesia Católica dice, "La santidad de Dios es el hogar inaccesible de su misterio eterno" (CIC, no. 2809).

En hebreo, la palabra para "santo" es "kadosh". Su significado etimológico es cortar, separar o apartar. En la Biblia, la santidad de Dios se refiere al carácter separado o distintivo de Dios, en comparación con los humanos y el resto de la creación. Dios es único, diferente, distinto e imponente (Ne 1:5). Cuando los serafines y los seres celestiales repiten "kadosh, kadosh, kadosh" (santo, santo, santo), hacen hincapié en algo extremadamente significativo. En ninguna parte de la Biblia escuchamos referirse a Dios como "amor, amor, amor", o "verdad, verdad, verdad". La Biblia reserva esta triple repetición de la santidad de Dios, recalcando así el principal atributo de Dios. Para un judío, el kadosh de Dios es contrario a lo profano.

Pero hay más. El término kadosh es más que un atributo de Dios entre otros atributos, como la bondad, la benevolencia, la misericordia o el amor. El kadosh es la esencia y existencia misma de Dios. El kadosh es lo que Dios es. Los serafines en Isaías proclaman que Dios es totalmente otro, único, especial y digno de adoración. No hay nada como él; él creó todas las cosas. En Levítico, Dios se describe a sí mismo diciendo: "Yo, el Señor, soy santo" (Lv 19:1). Él trasciende todo lo que es y es totalmente diferente de los seres creados. No hay palabras humanas para describir adecuadamente a Dios, el "totalmente Otro". Nadie más que Dios es santo como Dios es santo. La santidad de Dios nunca cambia; es la misma hoy como lo fue antes de la creación. Es absolutamente única. Dado que es imposible describir al todo Santo, Dios ilustró su naturaleza única en sentido figurado, como cuando dijo a Moisés: "Quítate las sandalias, porque el lugar que pisas es tierra sagrada" (Ex 3:5).

Cada persona de la Trinidad participa por completo en la santidad del Dios todo santo, pues la santidad es la naturaleza divina de Dios. El Padre como Creador es santo. El Hijo como Redentor es santo. Después de su sufrimiento y muerte en la Cruz, Jesús fue resucitado y exaltado a la diestra del Padre (Hch 2:26, 13:33-35). El Espíritu Santo, como Santificador, es santo. San Basilio el Grande dice que el Espíritu Santo es la esencia de la santidad divina (Basilio de Cesarea, Sobre el Espíritu Santo 42-43, 81-83). La Tercera plegaria eucarística nos dice: "Con la fuerza del Espíritu Santo,
das vida y santificas todo".

El pecado se opone a la naturaleza del Dios todo santo. Debido al pecado de Adán y nuestros pecados personales, y por amor a su pueblo, el Dios todo santo Dios redimió al género humano a través de la muerte salvadora de Cristo en la cruz y su resurrección de entre los muertos.

La iglesia es santa

Dijo el Señor a Moisés: "Habla a la asamblea de los hijos de Israel y diles: 'Sean santos, porque yo, el Señor, soy santo'". (Lv 19:1-3)

Cuando Dios reveló por primera vez su santidad al pueblo de Israel, los llamó a ser santos como él es santo: a participar de su propia santidad. Por lo tanto, ningún ser humano posee la santidad completa que describe el kadosh, pues la santidad humana es siempre santidad derivada. ¿Por qué? Porque aunque estamos hechos a la imagen de Dios y compartimos la naturaleza de Dios, no somos Dios. Sólo Dios es kadosh. Esta santidad derivada es más diferente que similar al kadosh de Dios.

Al no pertenecer a la naturaleza de Dios, la santidad derivada que poseen los seres humanos es un puro don de Dios. Judíos, cristianos, musulmanes y todas las personas de buena voluntad están hechos a la imagen de Dios y participan a su propia manera de la santidad de Dios. Para nuestros propósitos, nos concentramos en la santidad de los cristianos.

Enraizada en Dios, la comunidad de creyentes profesó desde las épocas más tempranas la fe en Jesús como Señor y en la santidad de su Iglesia. Como dice el Credo de Nicea, la Iglesia es "una, santa, católica y apostólica". Además, Lumen Gentium (LG) habla de la Iglesia como "indefectiblemente santa". Dice: "Pues Cristo, el Hijo de Dios, quien con el Padre y el Espíritu Santo es proclamado 'el único Santo', amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a Sí mismo por ella para santificarla (Ef 5:25-26), la unió a Sí como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios. Por ello, en la Iglesia, todos, lo mismo quienes pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por ella, están llamados a la santidad" (LG, no. 39).

La santidad de la Iglesia viene de su fundador, no de la valía espiritual de sus miembros. Jesús, como Cabeza de la Iglesia, la dota de los Sacramentos y el poder de su Palabra para hacerla santa. Por lo tanto, el cuerpo de Cristo, santos y pecadores por igual, participan en la santidad de su Fundador. Como dice san Pablo, "Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella para santificarla, purificándola con el agua y la palabra, pues él quería presentársela a sí mismo toda resplandeciente, sin mancha ni arruga ni cosa semejante, sino santa e inmaculada" (Ef 5:25-27)

Nuestra santidad viene a través de la Iglesia, el sacramento universal de salvación (LG, 48). La santidad de la Iglesia y la santidad universal de todos los cristianos son enseñanzas centrales de Vaticano II. Son el fundamento de la espiritualidad de toda la Iglesia, procedente del Bautismo. Llegamos a ser santos al responder y vivir en la gracia de Dios, orando, rindiendo culto y haciendo buenas obras, especialmente obras de justicia y misericordia.

Los Bautizados son santos

No poseemos la naturaleza divina de Dios ni tenemos sus atributos esenciales. No obstante, hechos a la imagen de Dios, estamos llamados a ser santos —los santos y los pecadores por igual— a imitación de Cristo (1 P 1:15), mientras oramos, rendimos culto, amamos, mostramos compasión, perdonamos, aceptamos nuestras cruces y las unimos a la Cruz de Cristo.

En el Bautismo, somos liberados del pecado, santificados por la gracia de Dios, y dotados con las gracias necesarias para que nuestra santidad rinda frutos viviendo una vida de fe, esperanza y caridad. Por el Bautismo, llegamos a ser santos, partícipes de la vida divina. En la Eucaristía, nuestra santidad se profundiza, al hacernos uno con el origen o fuente de la santidad, nuestro Señor Jesucristo. La Confirmación nos fortalece, y la Reconciliación nos ofrece el perdón de Dios si nos hemos desviado de la santidad que se nos ha dado en el Bautismo. La Unción de los enfermos nos consuela en nuestra debilidad. El Orden y el Matrimonio nos dan la gracia para sostenernos mientras servimos a los demás en los estados de ministerio ordenado y matrimonio. Todos los sacramentos nos ayudan en nuestro camino mientras nos esforzamos por vivir una vida santa.

Comenzamos nuestro camino hacia la santidad en el Bautismo. Incluso el más pequeño acto de bondad, hecho por amor a nuestros hermanos y hermanas, es un paso hacia el crecimiento en la santidad (cf. CIC, no. 2813). Como dice el papa Francisco, "La santidad es un don ofrecido a todos, ninguno excluido, por lo cual constituye el carácter distintivo de todo cristiano… Estamos llamados a ser santos. Cada uno en las condiciones y en el estado de vida en el que se encuentra… Estamos llamados a ser santos precisamente viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio cristiano en las ocupaciones de cada día… Siempre, en todo lugar se puede llegar a ser santo, es decir, podemos abrirnos a esta gracia que actúa dentro de nosotros y nos conduce a la santidad" (Audiencia general, 19 de noviembre de 2014).

En la misma Audiencia general citada anteriormente, el papa Francisco explica también:

  • La santidad no es algo que nos procuramos nosotros. Es el don que nos da el Señor Jesús cuando nos hace como Él.

  • Todos estamos llamados a ser santos. Siempre, en todo lugar se puede llegar a ser santo. Esto debe ser parte de nuestro estilo de vida en nuestras ocupaciones ordinarias, no solamente cuando nos separamos del mundo para dedicarnos a la oración. Se puede vivir una vida de santidad estando casado o no casado, como obrero de una fábrica o contable trabajando con honradez y competencia y sirviendo a los demás. Se puede ser santo siendo un buen padre o abuelo que enseña con paciencia a los niños sobre Jesús y el amor de Jesús. Se puede ser santo dando algo a un necesitado. Esto puede ser la fuerza motriz de nuestra vida en casa, en la calle o en la Iglesia. Dios nos da la gracia para ir por caminos ordinarios hacia la santidad.

  • Al esforzarnos por alcanzar la santidad, debemos hacer un examen de conciencia para ver cómo hemos respondido a nuestro llamado a la santidad. ¿Hemos estado criticando a otros, hemos evitado pasar tiempo con nuestros hijos porque estábamos demasiado cansados, hemos descuidado la oración? Debemos recordar la importancia de la oración como un paso a la santidad. Cada pequeño paso que damos es un paso hacia la santidad.

Las palabras del papa Francisco hacen hincapié en que Dios extiende la invitación a la santidad a todas las personas: clérigos, religiosos y laicos. Su enseñanza refleja las palabras del papa Benedicto XVI en la Misa de apertura del Sínodo de los Obispos sobre la Nueva Evangelización:

"La santidad no conoce barreras culturales, sociales, políticas, religiosas. Su lenguaje —el del amor y la verdad— es comprensible a todos los hombres de buena voluntad y los acerca a Jesucristo, fuente inagotable de vida nueva" (Homilía, Plaza de San Pedro, domingo 7 de octubre de 2012).

TERCERA PARTE – ABRAZAR NUESTRO LLAMADO PERSONAL A LA SANTIDAD: ORACIÓN, CULTO Y ACCIÓN

 "Santo eres en verdad, Señor, fuente de toda santidad".
(Segunda plegaria eucarística)

La santidad está en el corazón de ser cristiano. Es un don de Dios y se puede resumir en el gran mandamiento de amar a Dios y a nuestro prójimo como a nosotros mismos. El progreso en la santidad lleva a una unión cada vez más profunda con Cristo, alcanzada aceptando nuestra cruz como lo hizo Jesús. En palabras del Catecismo de la Iglesia Católica, "El progreso espiritual implica la ascesis [esto es, autodisciplina] y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas" (no. 2015).

Al reflexionar sobre la historia de Emma, que comenzó este artículo, tres elementos, necesarios para el progreso espiritual, se manifiestan y reflejan nuestro llamado universal a la santidad. Estos son la oración, el culto y la acción.

Oración

Para alcanzar la santidad, la oración es esencial. Es el canal de comunicación entre Dios y nosotros. En la oración que Jesús nos enseñó, pedimos que el nombre de Dios sea santificado. El Padre Nuestro "nos implica en 'el benévolo designio que Él se propuso de antemano' para que nosotros seamos 'santos e inmaculados en su presencia, en el amor'" (CIC, no. 2807).

La familia de Emma y la mía arraigamos nuestra vida en la oración. Nuestro crecimiento en la oración fue progresivo. Implicó un esfuerzo común en nuestras familias. Esto incluyó la oración matutina y vespertina, oraciones antes y después de las comidas, oraciones para invocar la intercesión de María y los santos, y el rosario. Un crucifijo colgado en la pared, libros de oraciones, estatuas y una Biblia decían a familiares y visitantes por igual que la oración era esencial para nosotros como familias.

Nuestra vida de oración se extendía más allá de nuestros hogares e incluía visitas a la iglesia, oraciones en la escuela y la oración personal al caminar o jugar. Aprendimos que Dios está en todas partes y que teníamos que estar en contacto con él a través de oraciones formales e informales, para evitar las tentaciones que se cruzaban en nuestro camino.

Hoy en día, deben introducirse patrones de oración en la vida familiar moderna si hacen falta. Un ritmo de oración proporciona una gran ayuda para evitar las imágenes negativas que nos rodean y que se cruzan en nuestro camino a través de la televisión, la Internet, los teléfonos celulares y personajes indeseables en nuestros vecindarios, escuelas y lugares de trabajo. Como el canal que conecta el Dios todo bueno con nosotros, la oración nos ayuda a crecer en santidad, mientras tendemos una mano caritativa, especialmente a los pobres y abandonados.

Culto

Recuerdo a mi padre, dejando la tienda para ir a la Iglesia Católica de San Agustín para la Misa, la confesión o un servicio por Semana Santa. Emma y sus hermanos aprendieron del ejemplo de sus padres y toda su familia asistía a la iglesia. Para ellos, la Iglesia de San Eduardo era una parte vital de su vida.

En aquellos días, la presencia real de Jesús en la Eucaristía tenía una enorme influencia sobre los católicos. A menudo, entrábamos a la iglesia para hacer una visita, e inclinábamos la cabeza al pasar delante de un templo católico. Pero más importante era el momento en que rendíamos culto a nuestro Dios todo santo en la Misa. Rara vez, o nunca, se perdía un católico la Misa del domingo, pues necesitábamos que Dios, a quien amábamos, entrase en nuestro corazón y nos mantuviera limpios, buenos y santos.

El culto regular, complementado con la confesión frecuente, desempeñaba un papel fundamental en nuestro crecimiento en santidad. Lo mismo los otros sacramentos. Creíamos que en estos momentos especiales Dios venía a nosotros de maneras únicas, tales como en la Confirmación, el Matrimonio, el Orden y la Unción de los enfermos. Y, por supuesto, el bautismo de un niño era tan importante que los padres rara vez lo retrasaban más de dos semanas.

¡Qué diferente es hoy! Muchos católicos, aunque mejor educados en la fe, a menudo no aprecian la necesidad vital de recibir con frecuencia la gracia de los sacramentos para mantenernos en el camino de la santidad. En estos días necesitamos los sacramentos, especialmente la Misa y la confesión, más que nunca. Paradójicamente, sin embargo, es precisamente en el momento en que más los necesitamos que la práctica de la asistencia frecuente a Misa y la recepción de los sacramentos ha disminuido o cesado por completo. El camino por el que respondemos al llamado universal a la santidad pasa por los sacramentos. Es vital que los católicos de hoy aprecien mejor su valor para vivir una vida santa.

Acción

Cuando la vecina de Emma hizo a su hermana el vestido de graduación y mi padre les vendió el material y el patrón por una cantidad muy pequeña de dinero, dieron dos pequeños pasos en hacer realidad su llamado universal a la santidad. Este camino a la santidad se produce a menudo con estos pasos tan pequeños, cada uno reforzando la santidad personal y dando un buen ejemplo a los demás.

El permanente compromiso de la vecina de Emma y de mi padre con el Señor y su fiel seguimiento de él los ayudaban a ver que las acciones que tomaban eran lo que los cristianos debían hacer. No hacían alusión consciente de esto, sino que "simplemente lo hacían", como la forma correcta de vivir. El papa Francisco recalca la respuesta a nuestro llamado universal a la santidad a través de las acciones cotidianas con las palabras, "Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo" (Evangelii Gaudium, no. 49).

Los padres y maestros deben inculcar en sus hijos y en los que forman en la fe la necesidad de reconocer las acciones cotidianas como fuentes ricas para compartir el amor de Dios. Hay una gran sensibilidad entre la generación más joven, hoy en día, para tender una mano a los pobres y necesitados. Este instinto es una maravillosa oportunidad para unir la propensión natural de los jóvenes a practicar actos de bondad y caridad con el mensaje del Evangelio del llamado universal a la santidad. Tales acciones que conducen a la santidad de la vida van más allá de la familia y llegan al vecindario, el lugar de trabajo y la parroquia. La formación en la fe puede tomar el deseo de servir a los necesitados, implícito en el corazón de jóvenes y viejos por igual, y hacerlo explícito vinculando las acciones por la justicia con la invitación de Jesús a seguirlo por el camino de la santidad. En el análisis final, la forma en que nos relacionamos con Jesús afecta nuestra santidad de la vida.

CONCLUSIÓN

"Mensaje elocuente que no necesita palabras,
la santidad representa al vivo el rostro de Cristo".
(Novo Millennio Ineunte, no. 7)

Jesús vino en forma humana para mostrarnos el camino al Padre. Como sus discípulos, continuamos por el camino que él estableció. En nuestra oración y culto, apelamos al Padre, pedimos la ayuda del Espíritu Santo, y seguimos el camino del Señor. Más que cualquier otra cosa, nuestro ejemplo de santidad conduce a otros a Cristo, pues usamos nuestros dones dados por Dios para reflejar la santidad de Dios en nuestras familias, entre los amigos y en el trabajo. Al hacerlo, reflejamos el rostro santo de Cristo.


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