Para tener parte contigo

Por Rogelio Zelada

La noche ha comenzado con una gran consternación. Al igual que todos los demás, Simón Pedro ha visto cómo el Maestro se ha despojado del manto, se ha ceñido la toalla y ha tomado el lebrillo con el que los sirvientes refrescan los pies de los comensales al comienzo de la cena. No puede entender esta inversión de papeles y vuelve a aflorarle aquel ímpetu que tantas veces el Señor había querido mesurarle. Convencido de que es impropio de Jesús rebajarse tanto, no admite ser objeto de tan extremada cortesía, y apasionadamente escandalizado le reclama: "¡A mí no me lavarás los pies!"

En el misterio de la noche última, el evangelista prefirió enmarcar la despedida de Jesús con el signo tremendo del lavatorio de los pies de los discípulos. Con evidente intención, Juan anticipó en el discurso del pan de vida toda la teología y el contenido de la institución de la Eucaristía, posiblemente para poder centrar en este momento último, abocado a la traición, la soledad y la muerte, toda la atención en el gesto humilde y servicial del Maestro. De esta manera nos dio una clave de lectura cualificada de la Eucaristía, entendida y valorada como acto de comunión con el cuerpo entregado y con la sangre derramada de Cristo. Así lo comprendió San Agustín cuando, al predicar sobre el Sacramento, invitaba a sus fieles de Hipona a convertirse de verdad en aquello recibido y comido: un cuerpo entregado hasta las últimas consecuencias; un acto de comunión con el Cristo total, capaz de crear un nueva naturaleza en el creyente fiel, una forma de vivir y entender que el servicio que se pide a los discípulos no se realiza desde arriba, sino desde abajo.

El acto de lavarles los pies a sus discípulos no es un bonito gesto teatral del Jueves Santo conservado por la liturgia de la Iglesia: es, ante todo, la más delicada expresión sacramental de un perfecto gesto de amor que nos pone ante la vista aquella simple y permanente disposición de servir, acoger y perdonar a todos por igual, que vivió y realizó el mismo Señor Jesús.

Por eso, las manos que toman el pan y el vino en el misterio de la Eucaristía deben ser también, y por lo mismo, conocedoras de la caridad y la entrega, consagradas para hacer el bien, para sanar, consolar, abiertas para acoger a los pobres, los marginados, los enfermos, los solos, los rotos. Únicamente ha entendido la Eucaristía aquel que ha descubierto en ella el motivo y la urgencia que impulsan a lavar los pies a los demás. Y no sólo eso, sino que también ha comprendido y aceptado que también es necesario dejarse lavar los pies, porque la Iglesia no es una comunidad de autosuficientes, sino la familia en la que nos salvamos unos a otros, en y por Cristo.

En los primeros siglos, en época de san Ambrosio, sobre todo en Milán, Hispania y la Galia, el lavatorio de los pies era entendido como un gesto sacramental –asociado, sobre todo, al bautismo– que servía para expresar la purificación de los catecúmenos durante la Vigilia Pascual, en la que los obispos lavaban los pies a los que iban a ser bautizados en esa noche santa; práctica que comenzó a abandonarse a raíz de que fuera prohibida por el Concilio de Elvira, en el año 300.

La liturgia romana, que nunca gustó de esta interpretación, por juzgarla demasiado alegórica, colocó siempre este gesto en la celebración del Jueves Santo. Por su evidente sentido de humilde servicialidad, el lavatorio de los pies prosperó en ambientes monásticos, como gesto de hospitalidad para con los peregrinos que acudían a conventos, monasterios y abadías, donde también era señal del mutuo servicio que debía realizarse en el interior de la comunidad.

Papas y obispos solían practicarlo como gesto devocional y piadoso. Se dice que san Gregorio Magno recibía cada Jueves Santo a 12 pobres, a los que lavaba los pies y los sentaba a la mesa, en la que el mismo Papa les servía la comida.

Este gesto común de las casas de religiosos y residencias episcopales pronto pasó a las plazas de las catedrales, como rito previo y paralelo a la Misa de la Cena de Señor.

La liturgia del Jueves Santo es para la Iglesia como el pórtico de todo el Triduo Pascual, el prólogo de la Pascua. No es propiamente el día de la Caridad, de la Reconciliación, o el de la Eucaristía o el del Sacramento del Orden, aunque todos estos elementos y sentidos estén en gran manera presentes; es, principalmente, la introducción al Misterio Pascual, celebrado solemnemente en una única liturgia que dura desde el Jueves Santo hasta el Domingo de Resurrección.

Así nos lo indican los formularios litúrgicos del Triduo Sacro. La solemne celebración de la Cena del Señor está en clara continuidad con el Viernes Santo; por esto, su gesto final es la procesión al sitio de reserva del Sacramento, que no es propiamente un rito de conclusión y despedida. La liturgia de la Pasión y Muerte de Cristo prolonga la celebración del Jueves; por eso no tiene, al principio, un rito de convocación y saludo de la asamblea, sino que comienza con la imponente postración de los ministros en el santuario; al llegar a su final, la celebración del Viernes Santo nos dejará con un gran silencio, que se prolonga hasta la bendición del fuego Nuevo y del Cirio Pascual en gran Vigilia de la noche del Sábado.

La solemne bendición de la Misa de Pascua, con su triple aleluya, cerrará finalmente esta única y gran liturgia, comenzada en la tarde del jueves con la misa en la Cena del Señor.

Es importante recordar que el lavatorio, como rito litúrgico, no es una representación teatral con los doce apóstoles, sino, fundamentalmente, una acción sacramental, de cara a la comunidad, de aquella forma de servir a la que todos hemos sido llamados, que consiste en que no sólo hemos de lavar los pies a los demás, sino que también tenemos que dejar que ellos, a su vez, nos los laven, como signo clave y constitutivo de la comunidad de Cristo.

Este rito debe ser bien preparado, ensayado y meditado con y por los participantes, para que adquiera su mejor significado. Estos deben constituir una selección de todo lo que compone la comunidad parroquial, un grupo representativo de personas, ministerios, razas, nacionalidades, géneros de vida, movimientos, etc. Se trata de realizar una celebración sencilla y expresiva, capaz de comunicar y retar con toda la fuerza profética del compromiso cristiano, en el que "el servidor no es más que su patrón y el enviado no es más que el que lo envía", porque, en definitiva, es a nosotros a quienes se dirigen las palabras que Juan pone en boca de Jesús al terminar su relato: "Pues bien, ya ustedes saben estas cosas. ¡Felices si las ponen en práctica!"